Basado en hechos reales

Todos sabemos cómo se hace la Historia. No me refiero a aquello de que la escriben los vencedores, ni a la moralina de la superación personal. Hablo del consenso: esos tipejos, acreditados por estudiarse unos a otros, que se sientan para decidir qué ha ocurrido y qué no ha ocurrido en nuestro mundo. La Historia, como casi toda disciplina humanística, se queda en un borrón de conjeturas más o menos apoyadas en pruebas físicas –arqueología– y testimonios anteriores –historiografía–, además de algún que otro aderezo literario con el que pasa a la tradición.

¿Quién no ha oído aquello de que César dijo al morir: "también tú, hijo mío"? ¿Se imaginan? ¿Veintisiete puñaladas, y aún con aliento y lucidez para espolear en griego la culpabilidad de Bruto? Una mera floritura en su biografía escrita por Suetonio que a Shakespeare le hizo gracia, y así se sigue contando.

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A la hora de divulgarse, la Historia está plagada de esa clase de adornos, leyendas y falsas verdades. Pequeñas tradiciones que ven su origen en consensos pasados, pero que poco a poco se han ido matizando y desmigando del actual; aunque no por ello también de nuestro acervo popular.

Como es lógico, cuanto más atrás nos movemos en el tiempo, mayor es la conjetura y menor la posibilidad de consenso. Remontémonos por ejemplo a la edad del bronce mediterránea. Hablamos de unos 4000 años atrás. Posiblemente el primer consenso al que llega una cultura sobre su historia se da en la creación de su mitología. Los sumerios, que nosotros sepamos, se encargaron de fijar la suya antes que nadie. Más tarde lo hicieron también los egipcios y los griegos. Y al final es a través de la imaginación de estas gentes como nos llegan los primeros relatos de lo que había en el temprano mundo del Mediterráneo.
Como pueden ver, había delfines
Pongamos ahora por caso la isla de Creta. ¿Qué sabemos de lo que allí hubo en esos tiempos de conjetura? Los egipcios hablaban de un lugar llamado Keftiu, la “tierra de allende”, con cuyas gentes tenían un comercio frecuente. Se suele aceptar que, en efecto, se referían a Creta. La misma Creta de la que luego harían los griegos un lugar común para sus mitos. Habrán oído ustedes hablar del ingenioso Dédalo y su hijo Ícaro, que voló demasiado cerca del sol. Imagino que también de Talos, el gigante de bronce que guardaba las costas de los invasores. ¿Les suena el rapto de Europa? ¿Y la lucha de Heracles contra el toro? Todos estos mitos se remiten a Creta. Aunque el más significativo –y por el que más se dejarían llevar los arqueólogos del futuro– fue el de Teseo y el Minotauro:
“El Minotauro tenía cara de toro y el resto de hombre. Minos lo encerró en el Laberinto según el consejo de ciertos oráculos y le puso vigilancia. El Laberinto, construido por Dédalo, era una prisión que ocultaba su salida a base de complicados corredores.”
“Teseo se presentó voluntariamente como tributo para el Minotauro. […] Cuando llegó a Creta, Ariadna, hija de Minos, se enamoró de él y le prometió su ayuda si se casaba con ella y se la llevaba a Atenas. Teseo prometió esto con juramento y Ariadna pidió a Dédalo que le revelara la salida del Laberinto. Por consejo de aquél, le dio a Teseo al entrar al Laberinto un hilo que ató a la puerta y conforme iba entrando, lo arrastraba. Cuando encontró al Minotauro en la parte extrema del Laberinto lo mató y, recogiendo el hilo, salió.”
Apolodoro, Biblioteca mitológica.
Su único deseo era ser un niño de verdad
La otra cara de la tradición oral, la representada por Homero, hablaba de una civilización floreciente –“Creta, la de las cien ciudades”– cuya capital, Cnosos, estaba gobernada por el rey Minos. De este mismo personaje dirían también Heródoto y Tucídides que había sido dueño de la primera flota del Mediterráneo, y por ello aclamado Señor de las Olas. En suma, los antiguos consensuaron sobre Creta que era una próspera civilización marítima, basada en el comercio y gobernada por un gran rey. En este sentido recuerda a la legendaria isla de los feacios desde donde Odiseo narró su periplo, y abre la posibilidad de que pudiera hacer referencia a la misma cultura.

Cnosos, la cuna del laberinto, pervivió en el tiempo a través de la sugestión de los hombres. Todo buen viajero que pasara por Creta buscaría de reojo cualquier indicio de su localización; un montículo, una gruta, lo que fuera. “He visto la entrada al Laberinto de Dédalo”, escribiría el trotamundos William Lithgow en 1632, “que habría visitado con mucho gusto de no ser porque no tuve una lumbre a mano, y no me atreví a entrar. Había muchas grietas, y si un hombre tropezara, o cayera, no habría tenido forma de ser rescatado. […] Aquí fue donde Teseo con la ayuda de Ariadna hija del rey Minos, tomando un ovillo de hilo, y atando un extremo a la entrada, se adentró y mató al Minotaurus”. Cabe decir que lo que Willy Lithgow estaba viendo en realidad eran las ruinas de una cantera romana. Pero bueno, no por ello dejó de persistir la idea en la cabeza de viajeros, arqueólogos e historiadores hasta bien arraigado el racionalismo.

A la altura del s. XIX, Cnosos y su civilización, junto con toda la tradición homérica, habían quedado por consenso relegadas a un trato mítico. Eran una glosa al margen de la Historia, una fantasía, una realidad perdida. Y opinar de manera diferente –ya se pueden imaginar– era andarse con conjeturas.

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