De cara a las cuestiones históricas, la arqueología ha servido como laxante para purgar las fuentes escritas. Gracias al hallazgo de unos y otros restos, ha podido confirmarse o desmentirse el relato que se tenía sobre determinadas gentes, épocas o lugares, y ha permitido rastrear desde el detalle sus usos, costumbres y procesos de cambio. La arqueología ha dado voz a la prehistoria y, en definitiva, credibilidad a la historia. Pero esta noble ciencia, que los antiguos entendían como toda indagación sobre cosas pasadas, tuvo primero que soportar siglos de esclavitud al mercado del coleccionismo y el estudio del arte. Era la vieja y servil arqueología clásica: la del expolio y los ideales de belleza, favorita en las charlas de salón, felatriz de la “alta cultura”.

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Basado en hechos reales
Todos sabemos cómo se hace la Historia. No me refiero a aquello de que la escriben los vencedores, ni a la moralina de la superación personal. Hablo del consenso: esos tipejos, acreditados por estudiarse unos a otros, que se sientan para decidir qué ha ocurrido y qué no ha ocurrido en nuestro mundo. La Historia, como casi toda disciplina humanística, se queda en un borrón de conjeturas más o menos apoyadas en pruebas físicas –arqueología– y testimonios anteriores –historiografía–, además de algún que otro aderezo literario con el que pasa a la tradición.
¿Quién no ha oído aquello de que César dijo al morir: "también tú, hijo mío"? ¿Se imaginan? ¿Veintisiete puñaladas, y aún con aliento y lucidez para espolear en griego la culpabilidad de Bruto? Una mera floritura en su biografía escrita por Suetonio que a Shakespeare le hizo gracia, y así se sigue contando.
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