Elogio de lo cotidiano

Por lo visto Oscar Wilde, después de su estancia en prisión, fue incapaz de volver a escribir una línea. Curioso retrato éste de un escritor que se queda sin palabras, casi tanto como aquel que envejecía en lugar de su modelo.

Pareciera que del mismo modo que Dorian Gray fue incapaz de asumir la horrible imagen de su retrato en lo que tenía de verdad, Wilde vio de repente la crudeza de lo real atravesando el mundo de belleza que él se había esforzado en crear. Así, su obsesión por producir algo bello tornó en mutismo ante la atroz realidad que le tocó presenciar.

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“Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie y eso también corroe al conocimiento, el cual afirma por qué se ha vuelto imposible escribir poemas hoy.”
Theodor W. Adorno, Prismas: Crítica de la cultura y sociedad.

Oí esta historia en una conversación que Tvetan Todorov y José Luis Pardo mantuvieron con motivo de la presentación de un libro del primero, Elogio de lo cotidiano se llama. Al parecer se centra en el auge de los retratos costumbristas en los Países Bajos durante el siglo XVII, aunque justo de esto se dijo bien poco. Yo, por mi parte, pasé la mitad del tiempo pensando en la cebolla casi comestible que pintó Velázquez en su Vieja friendo huevos y, tras escuchar la historia de Wilde, no pude parar de pensar si será verdad que no puede haber poesía después de Auschwitz, como dijo Adorno.
Mírenla ahí, en la mesa, ¿es o no es para comérsela?
El proyecto ilustrado quiso crear un nuevo hombre; partiendo de cero y planteando una simple lista de derechos universales, quiso alejarnos de la barbarie y a ella impuso la cultura. Sin embargo, no se ocuparon de acabar con los ajusticiamientos públicos. ¿Qué clase de humanismo puede nacer con la exposición pública de las cabezas de los guillotinados? Está claro, uno que desemboca en el éxito de Gran Hermano. Si es que de aquellos barros vienen estos lodos.

La Ilustración, no se nos olvide, fue un proyecto universalizante pero de cuna burguesa y atendió, obviamente, a lo que los burgueses quisieron universalizar. En este sentido hay que romper una lanza por el despotismo ilustrado que, haciendo lo mismo que sus vecinos franceses, al menos, fue más honesto.

La utopía que se perseguía con este nuevo comienzo, con este hombre nuevo, se ha convertido –en palabras de Todorov– en GULAG y guerra. Pero esto no puede extrañarnos, en nombre de la Ilustración rodaron cabezas (nunca mejor dicho). Como tantas otras ideologías y creencias, no dudaron en llevarse a quien fuera por delante, a ese “otro” que se odia o se teme porque es distinto. (Nótese la paradoja entre el proyecto de hombre universal y su adversario “diferente”.)

Históricamente todo nuevo proyecto ha de pasar por la destrucción de lo anterior, no vaya a ser que se nos oponga o, peor, que sea una mejor opción. Lamentablemente esta regla de oro no fue una de las cosas que la Ilustración quiso desterrar, y sí, para qué negar la perversidad de los aristócratas franceses del XVIII: seguramente eran pérfidos, malévolos, seguidores de Satán, pero Napoleón no era ninguna joya tampoco y ahí estuvo tras la Revolución francesa... A lo que iba ¿en qué momento, por qué, el nuevo hombre, el proyecto utópico del humanismo se convierte en distopía, holocausto, bombas H y niños soldado? Podemos pensar que nos desviamos del camino, pero puede que el camino tuviera en sí esa desviación. Y es que la creación de este nuevo hombre de razón venía de la mano de la noción de sujeto.

“El ser humano es un ser social por naturaleza, y el insocial por naturaleza y no por azar o es mal humano o más que humano... La sociedad es por naturaleza y anterior al individuo... el que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la sociedad, sino una bestia o un dios.”
Aristóteles, Política.

Y ahí tenemos al pobre ser humano, obligado a ser un “yo”, pero un “yo” entre otros.  Solo y sin opción a la bestialidad ni a la divinidad. Y de esta situación precaria en la que los razonables ilustrados dejan al ser humano surge la necesidad, antes absurda, de crearse una personalidad, una identidad personal, para poder presentarse ante esos otros. Y para no estar en continua lucha con todo hijo de vecino surgen ficciones aún más absurdas como la identidad nacional, la identidad cultural... construcciones todas ellas encaminadas a hacer posible la asociación, unión también artificial, entre individuos.

Pero en el pecado está la penitencia y cada nación construye una identidad nacional que pretenderá imponerse a las demás, cada identidad cultural construida intentará hacer lo propio, cada identidad tratará de ser la única, la buena, la verdadera... así la pretendida utopía desemboca en una lucha entre egos, algo parecido a una reyerta entre adolescentes que reafirman su unicidad ante su piba.

Y puede que sea aquí donde puedo volver a entroncar con ese Elogio de lo cotidiano de Todorov. Él dijo, hablando con Pardo, que en esta sociedad en crisis, especulativa, donde los hombres viven enfrascados en su rutina, atender a estos retratos de lo cotidiano podría ser el modo de encontrar belleza y sentido en lo que hacemos a veces de manera ya no mecánica, incluso maquínica.
Mujer pelando manzanas, como tantas...
Yo digo más: ahora el hombre está en un limbo entre dejar de ser individuo y empezar a ser un conjunto de determinaciones variables en función de estudios de mercado, estadísticas de población, dimes y diretes. Vivimos en una sociedad que no sabe negar la noción de sujeto pero ve que, día a día, se le escapa entre los dedos. Todorov, sin ir más lejos, ya no es Todorov, pero no ha dejado de serlo. Lo que pasa es que ahora es, según para qué caso, hombre, escritor, profesor, mayor de 60 años, búlgaro, habitante de París... y otras tantas determinaciones que no remiten a un individuo sino a más determinaciones ad infinitum. Ya no tiene sentido reafirmar la identidad, pero nos mantenemos en ese intento, llegamos incluso a reafirmarnos en nuestras determinaciones como si fueran nuestro “yo”, ¿se ha visto mayor despropósito?

El caso es que cabría la posibilidad de atender a lo cotidiano, a estos retratos que elogia Todorov para encontrar lo que de común hay en todo hombre, como hombre, no como sujeto ni como “dividuo” –por utilizar la noción de Deleuze, bastante gráfica para nombrar ese ser conjunto de determinaciones pero no uno–; ver lo común desprendidos de las identidades, porque, seamos sinceros, al final todos somos lo que somos en pijama. Los actos cotidianos nos devuelven a nuestra humanidad y lo que se puede esperar es que de ella, en vez de buscar asociaciones artificiosas, contratos sociales varios, surja de forma natural una comunidad.

Pero no se me confundan, no afirmo la radical igualdad entre los hombres, eso es justo el error de la Ilustración. Lo que propongo es que la singularidad de cada uno es sólo un estrato, un cúmulo de determinaciones que se dan en uno y sólo uno de nosotros, pero a este estrato subyacen otros de determinaciones comunes que, de atender a ellos, son los que pueden dar lugar al entendimiento y la comunidad de una forma natural. De otro modo la necesidad de apelar a ficciones que nos unan nos presenta a los otros como incertidumbre, alteridad radical, algo digno de desconfianza, miedo u odio.

Podemos así encontrar cierto efecto balsámico en el arte, no ya como algo bonito que me hace olvidar las penas, sino como una fuente de inspiración para encontrar las raíces comunes que tenemos con el enemigo y ver que, a lo mejor, no es tan otro como nos han hecho creer nuestras identidades impuestas. Pero, ¿de qué forma incide lo real en el arte, cómo influyen las atrocidades humanas en la posibilidad de producir algo bello?

Si volvemos a la afirmación de Adorno nos encontramos con que la poesía, y el arte en general, dejaron de ser posibles mucho antes de Auschwitz. El nacimiento del sujeto y la subsiguiente reafirmación de identidades llevaron a anteponer al artista a su obra, la obra dejó de ser importante, ahora lo que tenía valor era la firma. Nace la caza del autógrafo.

La devaluación de la obra llevó a los artistas, casi sin querer, a plasmar en su arte aquello que ellos eran, la obra tenía que ser ya hija legítima de su padre. El arte figurativo se fue desviando, en parte porque cada obra debía ser parte de la personalidad de su autor, en parte porque lo que había al otro lado por plasmar cada vez era menos transformable en algo bello.

Brota de golpe un concepto antes reservado a Dios: la creación. Ahora el artista no es productor, no copia, no imita, ahora el artista crea, de ahí su importancia. Se le dan dotes divinas pero sigue siendo un pobre “yo“ vagabundo. El punto final de este proceso es la abstracción, las obras que se expresan a sí mismas, las pinturas que deben ir acompañadas de un tratado de doscientas páginas para que el espectador pueda no sólo admirarla sino comprenderla. Curiosamente este tipo de arte coincide con el nacimiento del siglo XX, las épocas de mayor atrocidad humana van acompañadas de un arte que se niega a imitar lo real, porque lo real en este caso supera la ficción con creces.

Ahora el arte clásico, grandilocuente, se deja para las propagandas del nazismo, el stalinismo y el maoísmo, regímenes que necesitan bombardear belleza para tapar sus actos. La necesidad de una belleza ordenada es tal que incluso los desfiles tienen que tener ese aire de fiesta y color, con filigranas, cruces y poses para solaz y entretenimiento del pueblo que, a la vez, convive con el ghetto de Varsovia, los más que rumores sobre campos de trabajo o la matanza de estudiantes en la plaza de Tian'anmen. No nos engañemos, esta propaganda no es cosa de los hitos de la historia del siglo XX, no se restringen a periodos de guerra, es más, este tipo de estrategia es aún patente en muchos países, no hay más que ver los funerales de Kim Jong Il...
Todo eso son coreanos... se supone
Hoy por hoy, los medios audiovisuales han recogido el testigo del arte figurativo, la realidad es expuesta y modulada para entretenimiento y evasión del público. El cine, el séptimo arte, no es otra cosa que ficciones que pasan de soslayo por retazos de realidad histórica modulada para poder poner a cada vida ficticia su contexto y conseguir un propósito siniestro: la identificación del público con el protagonista. La empatía de los hombres reales con los ficticios transforma la identidad del hombre real en una ficción ya a sabiendas del espectador. No me digan que no pone los pelos de punta.

La figuración en artes plásticas busca ahora su perfección en el hiper-realismo, pero no nos confundamos, esto ya no es creación, es un alarde de técnica. La abstracción sigue siendo el pan de cada día, porque lo real, a poco que se piense en ello, es inefable.

En este sentido no podemos hacer otra cosa que compartir lo que afirma Adorno; la conciencia de fatalidad es inexpresable, no podemos hacer coincidir algo estético con la verdad de Auschwitz. El conocimiento se estremece ante la posibilidad de que salga de los hombres algo bello, para que se pueda dar tal cosa el hombre tiene que ser sólo sujeto y dejar de lado su parte humana, porque es en ese resquicio de humanidad llana que algunos sabemos que queda como poso en nuestros “yo” donde lo abominable incide dejándonos sin habla, sin posibilidad de arte o poesía. Si renegamos de este poso para ser capaces de crear, nos volvemos bárbaros, nos situamos en la necesidad de imponer nuestra identidad, nos instalamos en el instinto de conquista.

Lamentablemente, parece que el mismo camino que puede llevar al hombre a las mayores aberraciones es también el que le dirige a las creaciones más excelsas. Es curioso en este aspecto cómo los progresos en la técnica son los que, en ambos casos, hacen crecer el alcance de los actos humanos y, sobre todo lo es, que cuando los sujetos racionales son incapaces de asumir lo que sus congéneres pueden llegar a hacer tenga que inventarse una noción realmente aberrante: “acto inhumano”.

Amigos, seamos francos, Auschwitz, muy lejos de ser inhumano, es uno de los tantos actos terribles que somos capaces de cometer desde esta humanidad obligada a asumir una identidad. Lo que nos aterra de todo esto es que Auschwitz es humano, demasiado humano.

“Somos, por nuestro destino, seres ilógicos, y por lo mismo injustos, y, sin embargo, no podemos reconocerlo.”
“La maldad no tiene por fin esencialmente el sufrimiento del otro, sino su propio gozo, bajo la forma, por ejemplo, de un sentimiento de venganza o de una fuerte excitación nerviosa.”
Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano.

De interés nacional:

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