Máscaras. En todas partes. Corazas. Las ves sonrientes. A veces muestran sus colmillos, no cesan de hablar y, cuando lo hacen, el silencio
es incómodo y delator, con miradas pletóricas o bien distraídas, para volverse
tímidas y huidizas en los vagones del metro. Cruce de miradas. Quieren pedir
ayuda sin saber cómo, pero esos ojos se apartan al instante al verse reflejados
en ellos. Cuánta gente familiar y desconocida. Cuánta gente que transmite sin
pretenderlo. Van y vienen, con otra ropa, otro rostro. Y desaparecen sin más,
sin tiempo de haber estado siquiera.
* * * * *
De vez en cuando suena un acordeón. Ese
hombre no está aquí por gusto, ni siquiera toca bien, pero regala sonrisas a todos los presentes. A mí no me molesta, no, todo
lo contrario, se agradece que haya llegado. Un poco de música entre tanto ruido
difuminado no molesta a nadie, aunque hay a quien esta presencia incomoda. No
comprendo por qué. En frente, una madre con su bebé en el carricoche,
le alimenta con galletas y él sonríe inspirando ternura, la mayoría observa la escena con admiración; de pronto, llora. A un lado,
un hombre mayor hiede a alcohol y a ese característico olor que desprende la
gente anciana; él, tiene los ojos bien abiertos. A mi otro lado, una adolescente
escucha música, podría decirse que es música lo que escucha… Todo el vagón apesta a
sudor. ¡Ah!, la siguiente parada es la
mía. Ese sonido estridente y apocalíptico avisa de que las puertas se van a cerrar en breve. Mi
oído y mi olfato apenas se habían adaptado a aquel ambiente. Por fin, salgo,
huyo de la realidad concentrada en un vagón estrecho, cerrado, maloliente. Qué
alivio. Las escaleras mecánicas me conducen a aquello que quiera ser. De pronto
me siento más activa y despierta. Bienvenidas, máscaras.

No hay comentarios:
Publicar un comentario