¿Llamas a esto arqueología?

De cara a las cuestiones históricas, la arqueología ha servido como laxante para purgar las fuentes escritas. Gracias al hallazgo de unos y otros restos, ha podido confirmarse o desmentirse el relato que se tenía sobre determinadas gentes, épocas o lugares, y ha permitido rastrear desde el detalle sus usos, costumbres y procesos de cambio. La arqueología ha dado voz a la prehistoria y, en definitiva, credibilidad a la historia. Pero esta noble ciencia, que los antiguos entendían como toda indagación sobre cosas pasadas, tuvo primero que soportar siglos de esclavitud al mercado del coleccionismo y el estudio del arte. Era la vieja y servil arqueología clásica: la del expolio y los ideales de belleza, favorita en las charlas de salón, felatriz de la “alta cultura”.

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En un principio, la arqueología se concibió como una forma de deducción histórica. Suele contarse que el primer ejemplo lo dio Tucídides, al interpretar, por los restos de unas tumbas, que sus ocupantes eran nativos de Asia Menor: “reconocibles por la armadura enterrada con ellos y por el sistema según el cual hoy entierran”. De esta prueba dedujo, por lo tanto, que pueblos procedentes de Asia Menor habían habitado las islas del mar Egeo en un tiempo anterior al suyo. Así era el enfoque de Tucídides como historiador: sólo es posible registrar lo que se puede ver. Y en esencia, ése sería también el enfoque de la arqueología.

Made in Italy
Sin embargo, ya en tiempos del Imperio romano, la indagación sobre cosas pasadas –a excepción de algún caso aislado con curiosidad por lo exótico– se centró exclusivamente en el ámbito grecolatino. El desmedido interés que tenían, sobre todo en época tardía, por las antigüedades griegas no se debía en cambio a la cuestión histórica sino al gusto estético. Interesaba la forma, no el fondo. Prueba de esto es que hubiera montada toda una industria de réplicas que los romanos, ávidos coleccionistas, fomentaron sin medida –lo cual confundiría a su vez a muchos estudiosos del arte, que creerían algunas de estas “copias” como originales de los romanos hasta bien entrada la edad moderna.

Los trece siglos transcurridos entre el desvanecimiento del mundo clásico y su intento de recreación en la Europa renacentista, marcada por los cismas religiosos y una casta política más escalofriante que el bestiario de Marco Polo, no modificaron en nada este espíritu. Las antigüedades volvieron a ponerse muy de moda, pero por un motivo ajeno a la historia: el de encontrar la inspiración artística. Claro que hubo algún que otro viajero humanista que, en su fascinación por las ruinas, se dedicaba a retratarlas y a copiar pacientemente sus inscripciones a pesar de no entender ni media letra (así empezó esa “ciencia de las inscripciones”, la valiosa epigrafía). Pero por aquel entonces no se pensaba tanto en preservar como en reutilizar, sacar partido. El Imperio otomano, pandémico enemigo de la cristiandad, transformó el Partenón en una mezquita tras conquistar Atenas, igual que los bizantinos lo habían transformado antes en una iglesia consagrada a la Virgen María. Cuando en 1687 el Papado, en alianza con otras potencias cristianas, cargó sin miramientos contra los otomanos a fin de “liberar” las ciudades griegas, el Partenón era una mezquita más a sus ojos, un refugio donde su enemigo vil, por si no fuera poco, había instalado un polvorín. Ya se pueden imaginar la alegría con que dispararon sus morteros.
Venecia liberó Atenas de los impíos otomanos, y de paso redecoró la acrópolis
A pesar de esa clase de episodios, fue en estos siglos XVII y XVIII cuando la arqueología empezó a desarrollarse, aunque de forma muy distinta a como la concebía Tucídides. Todo buen señor ilustrado cuya fortuna le dejase tendría a su servicio a un “arqueólogo” encargado de “dirigir la innata sensibilidad de la aristocracia hacia la arqueología y la cultura en general”. O lo que es lo mismo, de apropiarse cuantos hallazgos fueran posibles para embellecer a golpe de souvenirs los jardines y colecciones privadas de sus mecenas.

Bienaventurados los primeros museos
por sus modestos expolios
La gran falla en esta arqueología dieciochesca, además de su escasa finalidad histórica, era su falta de método. Su otra cara, la del mundo académico, no era mejor: llevaba siendo dominio de los anticuarios desde el Renacimiento, quienes –lejos de dedicarse, como hoy, al comercio de trastos viejos– se ponían a interpretar los hallazgos arqueológicos y a reconstruir la humanidad desde sus sillones. Pero lo hacían a lo loco, obcecados en llevar la razón antes que en el deseo de desnudar la Historia. Tampoco ellos tenían método alguno.

Con todo, fue el anticuario papal Johann Joachim Winckelmann, una de esas grandes figuras que heredan ideas y elaboran fama, quien se tomó la molestia de redactar en 1764 una Historia del arte antiguo, que revolucionaría el panorama arqueológico precisamente por la creación de un método. Su intención confesa era identificar los rasgos universales de “lo bello” –que venía a ser lo griego– mediante un repaso cronológico del arte de distintas culturas, por lo cual la arqueología, bajo su óptica, seguía siendo una mera herramienta del esteticismo. Pero fue acogida como agua de mayo por sus colegas, y generó todo un séquito de esbirros “winckelmanianos” que sostendría ferozmente la bandera numantina de su disciplina hasta principios del siglo XX.

Johann Joachim era homosexual,
lo cual es enteramente irrelevante
Winckelmann, que ante todo era un apasionado helenista, devolvió con su obra el gusto por Grecia a los europeos. Y lo hizo al reconocer que aquellas antigüedades romanas tan admiradas por sus coetáneos, no eran sino “copias” de las originales griegas. Pero esto nos lleva a dos paradojas en su vida que no cabe pasar por alto. La primera es que, pese a su buen ojo, Winckelmann no dejó de estudiar el arte griego a través del romano. La segunda es que jamás pisó Grecia. Tuvo varias ocasiones para hacerlo y por algún motivo las rechazó todas. La última vez que, de hecho, declinó viajar a Grecia por dirigirse a Alemania, murió brutal y arbitrariamente apuñalado en la habitación de su hotel. Winckelmann, como cuenta un académico que también tiene pinta de darle al narguile, “ahora es para siempre el hombre a quien se ofreció Grecia y Alemania, se equivocó al escoger y fue castigado, como si, temeroso de Grecia, tomara el camino emocionalmente más fácil, y dejó perder no solamente a Grecia sino a su vida”.

Superado el XVIII, la anticuaria cayó progresivamente en el ridículo y acabó por desaparecer. El sometimiento de la arqueología a la estética duró todavía un tiempo, como declara el hecho inquietante de que Otto von Bismarck cortara los fondos de una excavación por no hallar esculturas que “saltaran lo bastante a la vista”. Pero con el desarrollo del XIX, y la convulsión que supuso para la ciencia el hallazgo de los primeros fósiles humanos, las cosas empezaron realmente a cambiar. Por un lado, el historicismo reemplazó a la vieja anticuaria, lo que se traduciría en cuidar muy de cerca el contexto histórico de cada asunto, no más conjeturas a lo loco (o, más bien, peor vistas en adelante). Por otro, y especialmente ya en el transcurso del XX, la creciente preocupación por la prehistoria y el cuidado de sus excavaciones alertarían de la importancia que tienen un procedimiento y registro minuciosos a la hora de hurgar en el suelo. Toda excavación, a fin de cuentas, destruye pruebas del pasado, y lo que guarde la tierra es cuanto queda de un pasado tan remoto como la prehistoria. Esta “ciencia de los analfabetos” –como se burlarían de ella los clasicistas por su falta de fuentes escritas– sería, al final, la gran responsable de volver una técnica y una ciencia en sí aquella indagación de las cosas pasadas.

En palabras del arqueólogo marxista que hizo una visita guiada a Adolfo Hitler por Roma: “La arqueología ha madurado hasta ser una ciencia histórica propiamente dicha, no ya una «ciencia auxiliar» de la historia. Representa un modo distinto, particular, de indagación histórica; pero el fin es el mismo, desde que la historia no es ya sólo historia de los grandes hombres y sus guerras, sino la historia de los pueblos.”.


De interés nacional:
  • BIANCHI BANDINELLI, Ranuccio. Introducción a la arqueología clásica como historia del arte antiguo (1982).

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