¿A quién amó Hilda Lorimer?

No todas las vidas son la de John Pendlebury, eso tengámoslo claro. Ni la mía, ni las de ustedes, ni la del mismísimo Humpty Dumpty. Pero ésta por la que pretendo llevarles de paseo, si es que se prestan, la encuentro fascinante por otro motivo: no parece haber ni pizca de amor en ella. Se trata de Elizabeth Hilda Lockhart Lorimer. Como todas sus elegías empiezan igual, no seré yo quien se salte la norma y les advertiré que no le gustaba nada que la llamaran Elizabeth. Puesto que ignoramos la razón, nos vemos forzados a respetarlo. Así que la llamaremos Hilda y sólo Hilda. Durante toda su larga vida no hubo otro nombre ni otro apellido; sólo Hilda.

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Hilda nació mujer un 30 de mayo de 1873 en un verdísimo Edimburgo primaveral. Fruto de la unión entre el reverendo Robert Lorimer, ministro de la Iglesia Libre de Escocia, e Isabella Lockhart, de los Lockhart de la India, Hilda sería la segunda en una prole escocesa de ocho hermanos. Contaban quienes la conocieron que a los cinco años ya era capaz de hablar griego y latín, lo cual nos dice (de ser cierto) que su infancia no pudo ser muy feliz.

Compartía con sus siete hermanos el fatal destino de tener que sobresalir en la sociedad victoriana, tarea para la que se entrenaron desde muy temprano a base de pisarse los unos a los otros. Sus juegos consistían en una declaración continua de sus aspiraciones intelectuales, de su propósito de llevar el nombre de su familia a lo más alto. Lo que a ojos del reverendo Lorimer y su esposa Isabella fuera una sana rivalidad entre sus retoños, para Hilda –o Hiddo, como la llamaban ellos, a saber con cuánta simpatía– fue una sucesión de primaveras sin aroma y veranos sin recreo ni calor. Es por tanto inevitable que nos formulemos en primer lugar: ¿amó Hilda a su familia?
Hilda (esquina superior izquierda) no parece muy feliz
Como era la mayor de sus hermanas, fue la primera en volar del nido. Emilia, la siguiente en edad, había decidido que lo suyo era la poesía y que la dejaran en paz. Y en cuanto a Florence, la menor, ya estaba encaminada a convertirse en la secretaria del arqueólogo húngaro que descubrió las Cuevas de los Mil Budas. Eran los últimos años del s. XIX. La sociedad británica seguía siendo un asunto entre caballeros, y la Reina Victoria, tan amplia, hogareña y maternal –como diría Virginia Woolf–, había contribuido no poco a que esta dominación se perpetuara. Victoria dejó escrito en sus diarios: “que la mujer sea lo que Dios ha pretendido que sea, una compañera para el hombre, pero con deberes y vocaciones totalmente distintos”. Hilda, sin embargo, no reconocía más reina que a Pentesilea, la amazona que luchó por Troya contra los invasores griegos, y no estaba dispuesta a asumir el papel pasivo que Victoria esperaba de sus súbditas. Muy al contrario, habría preferido amputarse un pecho (como se contaba que era costumbre entre las amazonas) para empuñar mejor las armas que le habían sido conferidas: el arco del estudio y la lanza de la erudición. Hilda Lorimer renunció a la caza de un buen marido y se matriculó en la universidad de Dundee, suponemos que para orgullo del reverendo y su señora.

Su formación como filóloga clásica corrió a cargo del latinista William Paterson, un hombre reputado por su talento a la hora de instruir a las mujeres. Podemos imaginar que no debía de ser una tarea fácil la de inseminar conocimientos en cabezas tan frívolas y disolutas, si bien con Hilda la experiencia tuvo que ser distinta. Como más tarde contaría de ella otro profesor: “su memoria es extraordinaria, y me sorprende con frecuencia utilizando argumentos que no podría esperar ni del mejor de mis alumnos”. Por fuera Hilda era una sencilla muchacha escocesa, pero por dentro todos intuían a un perfecto caballero inglés. El señor Paterson hizo de Hilda la filóloga que hoy conocemos, pero ¿amó Hilda al señor Paterson? ¿Qué pudo haber tras su reputación de buen mentor para las jovencitas decimonónicas? ¿Era acaso un hombre sensible, atractivo, dispuesto a escuchar? No podemos aventurarnos en esto.
La reina Victoria veía con malos ojos todo lo que no fuera ella
De la universidad de Dundee pasó a la de Somerville, en Oxford, donde hacía poco menos de una década que se prestaban a dar empleo a las mujeres. Era la primera vez que Hilda Lorimer abandonaba Escocia y lo hacía para no volver. Allí, en Somerville, conoció a la que posiblemente fuera su amiga más simpática: Emily Overend. Inteligente y joven como ella, había emigrado de Dublín para impartir filología germánica. Juntas practicaron jiu-jitsu y descubrieron la pasión por la ornitología. Pero Emily era muy distinta a Hilda. Emily amó, y sabemos además a quién. Al hermano mayor de Hilda nada menos, David Lockhart LorimerLock para sus amigos.

El enhiesto Lock Lorimer
Lock Lorimer era un hombre de su tiempo: culto, fascinado por oriente, de espíritu civilizador y bastante racista. También era filólogo, especializado en la lengua persa y sus dialectos. Tras una brillante carrera militar en India fue nombrado vicecónsul de Arabistán, una de esas provincias que el Imperio Británico garabateaba en los mapas, en este caso al suroeste de Persia. Se ganó el nombramiento gracias a su éxito en las negociaciones que llevaron a los ingleses a taladrar el suelo iraní en busca de petróleo: había empezado el s. XX y con él la fiebre del oro negro. Cuando Emily conoció a Lock, dejó su puesto como tutora en Somerville para acompañarle allí donde les condujera su suerte. Emily era de esa casta de consortes que esperaban “jugar bien su papel” y “preservar adecuadamente la dignidad del Imperio”; “lo haré como mejor pueda”, escribiría desde Arabistán a su hermana, allá en la húmeda Irlanda. Hilda, en cambio, no volvería a tener noticia suya. Todo cuanto supo fue que publicó junto a su esposo la traducción de unos Cuentos persas y, tiempo más tarde, una disertación sobre la amenaza nazi titulada Lo que Hitler desea. ¿Amó Hilda a Emily? Probablemente no.

Dörpfeld se luce delante de unas damas
Pero en 1901, durante una larga estancia en Atenas, Hilda conoció por fin a la figura que más repercutiría en su vida. Se trataba del eminente arqueólogo alemán Wilhelm Dörpfeld. Veinte años atrás, Dörpfeld alcanzó fama y renombre durante la excavación del sitio de Troya. Era de aquellos arqueólogos que tomaban en serio los mitos de la Iliada y la Odisea a la hora de rastrear la antigüedad. Sus ideas, controvertidas aún hoy, produjeron un profundo impacto en nuestra joven Hilda, que acabó por enamorarse. No de Dörpfeld, entiéndase (que era un hombre felizmente casado), sino de Grecia; de sus paisajes escarpados y sus costas llenas de historia, de sus solemnes ruinas y monumentos. Hilda Lorimer se enamoró, en definitiva, de Homero.

El estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, complicó sus días de vuelta en Somerville. Sus tareas académicas se veían continuamente interrumpidas por la asistencia que prestaba su universidad a heridos y refugiados. En un punto, tuvo que adiestrar a un grupo de refugiadas belgas para que aprendieran a vivir en condiciones primitivas una vez fueran repatriadas al continente. Hilda no podía soportar la idea de que la Grecia de su Homero se viera asolada por el conflicto y, en 1917, se trasladó a Tesalónica para dirigir un hospital como contribución al esfuerzo civil para la guerra.

Miss Lorimer ataviada para mirar pájaros
Un año más tarde, la Gran Guerra terminaría para escarnio de Alemania y sus naciones aliadas. Inglaterra había vuelto a prevalecer y Hilda pudo volver orgullosa a su cátedra en Somerville, esta vez para escarnio de sus alumnos. Se oía por los pasillos de la universidad que Hilda la Rústica –como la apodaban– era una profesora exigente hasta la medida de la desesperación. Dar clase, en cualquier caso, cada vez le resultaba más pesado y era una abierta partidaria del retiro llegada una edad. De manera que, ya en la década de 1930, se despidió de Somerville para volcarse de lleno en sus pasiones. Fue entonces cuando compuso su obra cumbre, su máximo sustitutivo del amor: Homero y los monumentos. Ni tan siquiera la Segunda Guerra Mundial fue capaz de interrumpir el ritmo de sus días. Hilda era feliz con sus aves, sus lecturas y su perfume de naftalina. Murió sola en un hospital el 1 de marzo de 1954.

Los obituarios afloraron entonces, circunscritos a entornos académicos. Como elefantes que reconocen la muerte de uno de los suyos, sus colegas escribían: “La erudición fue la vida de Hilda, su pasión la obtención del conocimiento”. Al resumir en unas líneas su existencia, parecían colorear piadosamente la monocromía de su vida llenándola de viajes y méritos docentes. Pero la pregunta se la formulaban igual que yo. ¿A quién amó Hilda Lorimer?


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1 comentario:

  1. Este artículo nos escupe otra pregunta: ¿quién amó a Hilda Lorimer? ¿La amó su familia? ¿Paterson tal vez? ¿Es que Emily o David amaron a Hilda? O mejor aún, ¿Se podría decir -válgame Dios- que Homero amó a Hilda Lorimer? ¿No dio amor porque no se lo daban? ¿Amó más de lo que fue amada? ¿El amor de Hilda era una puerta sin aldaba o lo era el de los demás? Quizá no importe, quizá solamente sepamos que Hilda jamás llegó a oír los aldabonazos del amor.

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