¿Pendlebury? Por supuesto

Debo decirle que si a estas alturas no sabe quién es John Pendlebury usted ha desperdiciado gran parte de su vida, amigo. Como el árbol que precisa de un rodrigón para crecer recto, así los humanos, incorregible especie, necesitamos prohombres que nos ayuden a enmendar nuestros frecuentes fallos. Y ahí entra en juego nuestro querido Johnny.

Inglés de nacimiento y tuerto desde los dos años, Pendlebury recibió una educación elevada, en parte gracias a la intercesión del humanista Wallis Budge, que le instó a conocer a los clásicos. Seguramente entonces naciera su pasión por el mundo antiguo, que le haría pasar a la historia como una referencia imprescindible del helenismo y la egiptología, disciplinas en que empezó a destacar pronto.

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Así es, nuestro chico no tardó en dar muestras de que estaba llamado a ocupar un puesto superior al de sus compañeros, pues no en vano fue campeón internacional de salto en sus años de Cambridge. Pero sería de la mano del Winchester College como Pendlebury llegaría por primera vez a Grecia, donde afianzó su propósito de ser arqueólogo. Destaca lo que de él apuntaba Alan Wace, por aquel entonces director del British School ateniense: “le gustaba ver las cosas por sí mismo”.

En esa época, hacia el año 1928, Pendlebury visitó Creta por primera vez. Tuvo ocasión de entrevistarse con el mismísimo Arturo Evans, célebre arqueólogo que le dio la posibilidad de excavar en Cnosos, antigua sede del laberinto y el Minotauro. Además, el amor revoloteó alrededor de él en la amistad de Hilda White y terminaría por arrellanarse cómodamente en su regazo cuando contrajeron matrimonio. Se puede decir que Pendlebury era feliz.

Arturo Evans examina codiciosamente
una pieza de cerámica
Pero a decir verdad el único motivo de que Evans echara a Pendlebury el ojo que tanto necesitaba era que Duncan Mackenzie, su antiguo socio, se había convertido en una cócktail de malaria, depresión crónica y alcoholismo. Resumiendo, Mackenzie estaba acabadísimo y no podía seguir. Pendlebury era la gran oportunidad de aquel arqueólogo de la vieja guardia.

En 1930, tras unas vacaciones en Italia y enseñar a la dulce Hilda los misterios de la esgrima, nuestro hombre se pone al frente del yacimiento de Cnosos, donde hasta entonces las enredaderas habían estado creciendo a su capricho por las ruinas y las bestias salvajes deambulando libremente. Pendlebury y Evans hicieron suya una labor revitalizadora del lugar, pero el entusiasmo de Arturo por John no era del todo recíproco. Pendlebury escribía a su padre “obviamente Evans quiere prolongar mi estancia aquí. Eso no lo va a tener”, y más tarde “nos hemos librado de Evans, gracias a Dios...”.

Su actividad en Cnosos le había reportado una gran reputación, y fue entonces cuando la Sociedad Egipcia de Exploraciones le hizo una oferta para trabajar en sus yacimientos. Así, indeciso para decantarse por las grandezas de Grecia o las de Egipto, Pendlebury resolvió guiarse por el clima: estudiaría en uno u otro lado según la época del año. Esta circunstancia hizo posible que John contrastara la presencia de la civilización egipcia en el país europeo, de donde nació su obra Catalogue of Egyptian objects in the Aegean area. Despuntó tanto en su actividad que se le ofreció un puesto permanente en el museo de El Cairo, pero él lo rehusó sentenciando que “no quería un trabajo fijo”.
Ruinas de Cnosos, pintadas a mano por Arturo Evans
Evans se esfuma un tiempo y deja a Pendlebury a cargo del yacimiento. Él aprovecha para inaugurar una pista de tenis y una guardería, cuyo primer cliente sería su hijo David, también inglés. Pero en 1935 la hora llama a Pendlebury a escribir una guía arqueológica de Creta y, cansado de estudiantes y académicos, abandona el puesto. Poco le quedaba ya a la gran época de excavaciones en Creta: Evans solamente volvió a la isla para descubrir su estatua y lo que fuera el reino de Minos descansaba en las manos de R.W. Hutchinson, insulso sucesor de Pendlebury.

Estos avatares no impiden que John enfrente un nuevo reto: dirige las excavaciones de los Montes Dikti, la misma cuna de Zeus. ¿Quién sabe qué inverosímiles batallas habría librado allí de no haber surgido una mayor, la Segunda Guerra Mundial? En efecto, ya terminaban los años treinta y los aviones de Hitler merodeaban por todas las partes del mundo civilizado. Pendlebury, tras un duro adiestramiento que le había llevado prácticamente toda su vida, al fin encontraba su verdadera misión: combatir el nazismo.

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John Pendlebury ostenta con arrojo su orgullo
Berlín, finales de agosto de 1939. El primer ministro alemán, Adolf Hitler, acuerda la invasión de Polonia para el primer día de septiembre. Empieza así la Segunda Guerra Mundial.

Entre sus aliados, el Führer cuenta con el Duce Benito Mussolini, presidente de la Italia fascista. Este, en su empeño por refundar el antiguo Imperio Romano, se reserva en 1941 la invasión de la zona balcánica, Grecia incluida. Sin embargo, para entonces hacía tiempo que los británicos habían tomado cartas en el asunto: desde 1938 el MI6, servicio de inteligencia inglés, tenía apuntados en su agenda los nombres de Nicholas Hammond y John Pendlebury, arqueólogos. Recurrió a ellos en 1940, cuando fueron sometidos a una instrucción acelerada en materia de explosivos. A título de curiosidad cabe decir que, en sus clandestinas conversaciones telefónicas, Hammond hablaba a Pendlebury en dialecto epirota y este le respondía en cretense. De vuelta a la Hélade, hicieron amplios esfuerzos por levantar y organizar tropas griegas, lo que no era cosa fácil, pues el gobierno del país pretendía una posición neutral que le fue imposible mantener. No obstante, a diferencia de sus colegas, Pendlebury supo sacar partido a su condición de arqueólogo para abrirse todas las puertas. Los demás, en cambio, tuvieron que partir hacia Egipto.

El Duce, falto de escrúpulos, ríe
Cuando, a finales de 1940, Italia se decidió a entrar en Grecia, Pendlebury ya sabía lo que tenía que hacer. Pero el avance del Duce fue lento: tanteó testimonialmente la vía diplomática, hundió simbólicamente el crucero Helle durante una ceremonia religiosa y al fin, el 27 de octubre de ese año, Mussolini ordenó a sus tropas penetrar en el país. Para entonces Pendlebury ya había cumplido su misión en el continente y se encontraba en Creta. Se frotaba las manos a la espera de que Mussolini y los nazis hicieran su aparición. Y fue una espera larga, pues en el seno de sierpes del fascismo había desavenencias: Hitler no permitía a los italianos incurrir en Grecia, y a ellos no les gustaba un pelo. Finalmente el alemán se impuso como solo él sabía y envió por fin tropas de paracaidistas a la isla.

En ese momento Pendlebury contaba con el apoyo de toda la resistencia de la isla, obtenido a fuerza de despilfarrar su tiempo y su oro tumbando en etílicas competiciones a los amos de las barras cretenses. Pero no solo eso: conocía cada palmo de la isla y había desarrollado tal naturalidad para transitar los escarpados montes que resultó ser la envidia de todas las cabras.

Paracaidista nazi durante la instrucción
Entre los lugareños que había reclutado para enfrentar la ofensiva quizá sobresalga Satanás, un hereje manco que le acompañó en su última misión. Estaban en Canea, orilla a la bahía de Suda, al frente de las débliles fuerzas que aún resistían a la invasión nazi. Si bien Creta se había convertido en un diluvio universal de nazis que amenazaban con anegarla en sangre, no habían sido pocos los trabajos de Pendlebury y Satanás contra los paracaidistas, y dieron su fruto: Pendlebury se había convertido en el orzuelo de Hitler hasta el punto de que este se vería más tarde resignado a confesarle Kurt Student que “Creta demuestra que la época de los paracaidistas ha pasado”. El canciller había conseguido poner en jaque a las naciones más podersas del mundo, pero le llevaban los demonios por un arqueologucho tuerto y no podía soportar la paradoja. Dicen que se desangraba de ira por la heroica labor de Pendlebury, que había perdido una ingente cantidad de efectivos contra cuatro isleños y no lo podía tolerar. Dicen, en fin, que quería su vítreo ojo y que no descansaría hasta obtenerlo. Hitler odiaba a Pendlebury personalmente.

Hitler, airado, llegó a ansiar el ojo
de cristal de Pendlebury
Pero en fin, improbable lector, la Historia poco entiende de piedades y se escribe mojando su pluma en un tintero de sangre. Pendlebury sabía que iba a morir y no estaba en contra. Un par de semanas antes se había marchado de su casa tras dejar una nota a su mujer en que decía “Amour, adieu”; llevaba muerto desde entonces. Quien fuera campeón de salto en su juventud se abalanzaba hacia uno u otro paracaidista nazi indistintamente: hería, desgarraba, mataba. La libertad estaba en peligro y defenderla era su innato cometido.

Se cuenta que lo fusilaron. Que le dispararon y lo llevaron a un puesto donde, a los dos días, sin más, lo fusilaron. Que salió de un lugar seguro a fin de reclutar tropas para la defensa de Iraklion, pero lo fusilaron. Que resistió valientemente y, antes de ser apresado, pudo matar a tres paracaidistas más; que resistió con valentía y sin regalar a los nazis ni un ápice de lo que fue su vida, y que lo fusilaron. Se cuenta también que tuvieron que trasladar su cuerpo porque los cretenses lo desbordaban de ofrendas florales en honor a su memoria; que además, cuando lo desenterraron, le extrajeron su ojo de cristal para satisfacer el macabro fetichismo de Hitler, y que desde entonces el canciller ya no durmió igual.

Lápida de John Pendlebury, cuyo epitafio dice:
"se elevó sobre la penumbra de nuestra noche"
Le quitaron su vida, sí, pero no su historia. Todavía las madres de Creta, cuando sus hijos no pueden dormir, les cuentan que una vez, en un reino muy lejano, un caballero llamado John Pendlebury prometió que velaría por la libertad, que fue a Creta para estudiar sus históricas ruinas y que, cuando llegó su hora, luchó valientemente contra todos los malvados que asediaban la isla. También que está enterrado en la bahía de Suda, al borde del mar, donde su alma no descansa del todo, pues uno de sus ojos siempre vigila para que los malvados no vuelvan nunca a molestar a los niños cretenses, que deben crecer felices y en paz.

En fin, ese fue Pendlebury, el mayor héroe que se conoció en Creta desde Teseo. Hoy lo recuerdan igualmente los militares, los arqueólogos y los tuertos, y cuando su nombre sale en la conversación ya nadie pregunta si lo conocen, y de hacerlo alguien la respuesta es clara: “¿Pendlebury? Por supuesto”.


De interés nacional:

1 comentario:

  1. Una gran figura este Pendlebury. Con el despliegue de retórica que hace el autor no entiendo cómo no se le ha ocurrido hacer una comparación entre él y Lord Byron. Tienen una conexión tan evidente que resulta estúpido no hacerlo.
    De todas formas, gracias por darnos a conocer a este gran personaje.

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