Paseaba yo el otro día
al pie de un rascacielos con Trompeta, mi elefante, cuando
de pronto un ejecutivo cayó justo entre mis brazos y tuve que
soltarlo. Olvidado de mi paquidermo, le pregunté al individuo cómo
había ido a parar allí. Seguramente hice mal, porque, gimebundo, me
respondió en un nihilista danés que ya no creía en nada. Como pude, le fui disuadiendo de
sus ideas, quizá demasiado, pues en un momento dado se enfebreció y
me espetó toda una diatriba en nietzscheano alemán. Pero aquí
también me enconé yo y le di a entender que no me creía nada de lo
que me decía, que se había intentado suicidar porque le habían
dejado o algo por el estilo, que ni Kierkegaard ni la filosofía del
martillo tenían la nada que ver.
* * * * *
Entonces cedió un poco y, una vez
lo hube posado en la acera, me narró su ruptura veneciana en
italiano y su cuello se inclinó triste como la torre de Pisa.
Poniendo a prueba el ruso que chapurreo le ofrecí ir a soplar vodka
y planear la toma de algún invernadero, pero lo desechó, prefirió
volver a su nicho laboral para dedicar el resto de su mañana a
seguir hablando inglés, la lengua de los negocios. Yo, por mi parte,
no pude hacer más que darle mi bendición en latín y dejarlo
marchar.
Aturdido por tanta
agitación idiomática, tardé en darme cuenta de que Trompeta había
robado a un escolar su bolsa de cacahuetes y le estaba dando curso
ante las narices del muchacho. En tal circunstancia, cuando la madre y yo
quisimos reaccionar el niño ya se había encaramado a la probóscide
de mi mascota y bregaba con indignado furor por recuperar su
tentempié. Al principio la madre y yo nos miramos sorprendidos, luego llegamos a un
acuerdo: ella se quedaría con Trompeta y yo con su empecinado
vástago. Nuestras manos sellaron el acuerdo entusiasmadas.
Asumida la paternidad
del impetuoso niñato, de vuelta a casa me puse a pensar en el
plurilingüismo. En realidad había mantenido una conversación muy
estúpida con aquel caballero y, valgan verdades, ni mi etílica
propuesta tuvo mucho éxito porque la pronunciara en ruso ni su amor
en italiano pareció llegar a muy buen puerto. Al fin, tras darle a
mi flamante hijo su primer beso de buenas noches, me fui a la cama
pensando que quizá sea más importante tener claro lo que se dice
que hablar muchos idiomas.
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