Una reseña del Kindle

El otro día dejé mi Kindle en un tren. Había pensado en ello unos minutos antes de salir. Lo coloqué en el bolsillo que había en el asiento delantero y me dije: “Sería muy estúpido dejarlo aquí. Perdería todos los libros que me gustan y dudo de que volviera a encontrar algunos en Internet”. No sé cuanto tiempo pasó, quizá tres, cinco o diez minutos. Me llamó un amigo al móvil, el tipo que tenía al lado tenía prisa por salir y un niño no paraba de llorar en aquel vagón. Excusas aparte: me olvidé por completo, no sé en qué estaba pensando. Salí del tren, leí un par de correos, cogí un taxi y no volví a caer en ello hasta que llegué a casa. El cerebro humano es maravilloso. Entonces sí me acordé, cuando no quedaban opciones, cuando el daño estaba hecho. Puse mi expresión más filosófica y dije: “Eres el tío más idiota sobre la faz de la Tierra”.

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Dicen que en momentos críticos las personas somos capaces de reaccionar por encima de nuestras posibilidades. No sé si será verdad, pero les aseguro que en situaciones muy tensas podemos llegar a hacer una ingente cantidad de llamadas por teléfono a una velocidad endiablada. Creo que contacté con el departamento de objetos perdidos, el servicio al cliente y el dueño del bar de la estación en un margen de cinco minutos. De hecho, estuve valorando la posibilidad de llamar a la policía durante otros tres, no fueran a tener tiempo libre y no supieran qué hacer. Mientras tanto, ordené a mi hermano que buscara por Internet si había alguien en todo el universo tan estúpido como yo, y si se le había ocurrido compartir su historia con otras personas. No sé cómo, pero en unos instantes mi casa había pasado de ser un apacible hogar en el sur de España a una agencia de detectives ansiosos por llegar a fin de mes.

Me es difícil valorar el resultado de nuestras indagaciones. Todas las personas con las que hablé fueron encantadoras y me dejaron muy claro que harían todo lo necesario –dentro de sus posibilidades– para hacer que volviera a tener mi Kindle entre las manos. Fueron tan comprensivas que por momentos me entraron ganas de preguntarles qué tal les iba la vida, que si pasaban por mi barrio les invitaría a una cerveza. Pero una vez colgué el teléfono y me senté en el sofá me di cuenta de que todavía no sabía que debía hacer, que me habían ayudado sin darme ninguna solución real o, por lo menos, efectiva. Seguro que hay un término psicológico que explica el estado emocional que alcancé entonces, algo raro y retorcido como “fase de pánico” o “agitación sensitiva”.

La idea del hurto rondaba mi cabeza
Puede que les parezca exagerado, que siempre podría comprar otro, que hay muchos libros interesantes ahí fuera. Pero además de que a nadie le gusta pagar una gran cantidad de dinero por su estupidez, yo sentí que había perdido también mis historias favoritas y los libros que llevaba leyendo durante los últimos meses. Les prometo que pude despedirme de Marlow, el de El corazón de las tinieblas, de Huckleberry Finn, del capitán Ahab, Jay Gatsby y también del Grifo, el del País de las Maravillas. Incluso me imaginé confuso y perdido en una conversación con algunos de mis amigos sobre la antigüedad, porque en ese pequeño dispositivo también estaba leyendo la Historia Universal de Isaac Asimov. No saben lo pesados que pueden llegar a ser con las cosas antiguas, algunas filólogas tristes o arqueólogos que les parecen superhéroes, pero sobre todo, no saben la cantidad de cerveza que hay que beber para soportar una conversación así. Lo bonito de todo este caos es que mi hermana María, que tiene diez años, no paraba de decirme: “Estoy segura de que alguien lo va a devolver”, que es exactamente lo que uno puede esperar de una niña de esa edad.

Cuando parecía que nunca volvería a recuperar el Kindle, mi hermano vino corriendo al sofá y me dijo que había contactado con alguien que a su vez había hablado con otra persona que se había encontrado una tercera que sí, al parecer había devuelto un “pequeño dispositivo electrónico de color gris” a objetos perdidos. No podía ser verdad. Era el momento de la redención, los dioses me sonreían, había justicia en este planeta. “¿Ves? Pues claro que lo iban a devolver”. Estaba casi más contento por María que por mí, así que nos fuimos juntos a la estación gastándonos bromas y escuchando un CD de Creedence Clearwater Revival que, por alguna razón, es un grupo que nos pone de muy buen humor. Ella sonreía como diciéndome: “¡Hay gente buena en el mundo!”, y yo también sonreía pensado que era verdad.

No había nadie haciendo cola en objetos perdidos y le conté mi historia a una señora que estaba detrás del mostrador. Cuando nos reconoció parecía tan contenta como nosotros. Alguien había hecho algo bueno y se había marchado a su casa sin esperar nada a cambio; justo lo que nunca se debería esperar de otra persona. Todos nos reíamos y hablábamos de la suerte que había tenido, de que al fin y al cabo esos despistes los tiene cualquiera. Por supuesto, no era un Kindle, era cualquier otro tipo de lector de ebooks. “¿Estas seguro?” me preguntó la señora. “Ha llegado hoy mismo”. Sí, estaba seguro, y el mundo era un lugar inhóspito y cruel.
Tal era la herida en mi corazón
“No te preocupes, seguro que alguien termina devolviéndolo. Todavía es pronto”. Es increíble la fe que pueden llegar a tener a esa edad. Como no quería que el viaje a la estación fuera en balde, decidí invitar a María a un zumo de melocotón, que es lo que ella pide cuando nos vamos a un bar. Pensé que no era para tanto, que lo importante es que ella no se fuera desilusionada a casa, que lo que había que hacer era estar atento a este tipo de cosas. Así que intenté recordar cómo nos sentíamos ambos en el coche, viniendo a la estación, y le dije que estaba vigilando cuidadosamente a Miguel, que es un chico de su clase que, según ella, no le gusta. Le dije que había contratado a un espía para que me contara en quién se fijaba más de sus compañeros, que sabía perfectamente que se distraía en clase de matemáticas y que miraba siempre hacia su pupitre. “No digas tonterías. Eso es ilegal”, me contestó. Bueno, supongo que los niños no se creen cualquier cosa.

Íbamos a irnos del bar cuando vimos a un hombre que entraba corriendo en la estación. Llevaba un traje de color azul y la corbata algo desajustada, no recuerdo mucho más. Parecía que iba a perder un tren y pensé que siempre es mejor llegar con tiempo a los sitios. Pero antes de que María se levantara de su silla volvimos a ver al mismo hombre pasando rapidísimo delante de nosotros, como si hubiera un incendio. Ella me miró y yo le miré, y vimos cómo la señora del mostrador salía del departamento de objetos perdidos mirando hacia ambos lados. Cuando nos localizó, nos hizo unas señas para que nos acercáramos. Aquél sí era mi Kindle. “Te lo dije”. Malditos críos.

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