Las mentiras de los hombres

Los hombres mienten. Lo han hecho a lo largo de toda su historia y lo siguen haciendo hoy día. Se trata de un rasgo tan inherente a ellos que han dejado de formularse la pregunta más lógica, inocente y necesaria; ya no buscan el origen de su conducta. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué siguen mintiendo los hombres? Quizá las personas más capacitadas para hallar la respuesta sean las mujeres, es decir, las compañeras que sufren en gran medida las consecuencias.

A lo largo de los últimos años, he podido hablar de este tema con muchas de ellas y no me ha hecho falta ser muy avispado para percibir todo el desencanto y las frustraciones que acumulan. “Es por el esperma”, me han dicho en ocasiones. “La testosterona se apodera de sus principios”. Otras han sido más tajantes: “Porque son todos unos cobardes”.

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Por lo que he podido observar, hay cosas en las que ambos mienten indiscriminadamente, como el sexo, las infidelidades, robar o aquellos asuntos personales que les provocan vergüenza. Las mujeres, por ejemplo, suelen hacerlo sobre su peso, el dinero o los orgasmos, mientras que los hombres lo hacen prácticamente sobre todo lo demás. No es de extrañar que en cualquier serie de televisión, en la que dos féminas de mediana edad toman café en Wall Street, recurran constantemente al mismo tema: “¿Está hablando contigo? Entonces ya te está mintiendo”. La desesperación se apodera de ellas hasta el punto de señalar a sus cónyuges como principales enemigos en la trama de sus días. Fue necesario, para mi investigación, acudir también a ellos en busca de explicaciones. “Mentimos para evitar conflictos, discusiones o verdades incómodas”, me contaron una vez. “¿Para qué decir la verdad si provoca dolor o angustia? Hay ocasiones en las que es necesario optar por la opción menos mala y creo que todos terminamos más contentos con el resultado”. Supongo que se trata de la vía diplomática, la huída de los problemas, y en cierto modo creo poder entenderles. Debe tratarse de algo muy similar a lo que ocurre con sus impuestos o cuando ven el telediario. Cuanto menos sepan, mejor.

Como es de esperar, los hombres no mienten del mismo modo en todos los puntos del planeta. A lo largo de mis viajes por Europa, he podido comprobar que los italianos lo hacen sobre cualquier tema, aunque en ocasiones parezca irrelevante. Mienten sobre sus ideales, sus opiniones políticas o el tamaño de su órgano copulador y además son capaces de transmitirlo con soltura, con gracia, como si estuvieran contando un chiste. Sin embargo, los finlandeses mienten sobre temas más extraños, como a qué hora entran a trabajar o cuál es su plan de pensiones preferido. Lo que más me llamó la atención de ambos casos, es que en el sur parecen tener una mente más retorcida y brillante. A base de constantes mentiras, se mostraban plenamente capacitados para embaucar a la dama y en la mayoría de ocasiones acompañarla a un colchón para terminar retozando como dos animales furiosos. En el norte el resultado suele ser similar, aunque requiere de más tiempo y paciencia, y el sexo es más mecánico, más frío, si me permiten compararlo con su clima. En cualquiera de los dos casos, la razón o el motivo parece ser el mismo, copular, que resulta ser el factor que indica paz y armonía.
Paz y armonía, amigos
Es una especie de poder sobre la otra persona”, me dijo un varón hace unas semanas. “Mienten porque no quieren que les pillen”, me dijo una chica poco después. Esta última idea confirmaba la “teoría del cobarde” pero para mí no tenía sentido o, por lo menos, me era difícil de comprender. Suponía imaginar a una persona adulta comportándose como un niño, pidiendo permiso para fumar un cigarro o comer postre tras una copiosa cena. Dentro de mi limitada capacidad, esas actitudes infantiles no tenían cabida en una especie en su plenitud. Pero entonces lo entendí. La lucha de poder era lo que motivaba estas acciones. Proseguí mi búsqueda a través de Internet y encontré multitud de motores que generaban estos pequeños cataclismos. La exageración, el querer impresionar a la otra persona o el miedo eran motivos que se repetían en cada una de las listas, pero todos ellos tenían en común, en algún momento, la necesidad de sentirse superior a la otra parte.

Creo que lo llaman ego. Las personas que viven en pareja comparten lo más importante de su vida; esto es, el sexo, el dinero, la lealtad, el humor, la gratitud... y deben llegar a un acuerdo para cada una de ellas. A veces es tácito y no necesita de palabras, pero en otras debe ser consensuado a lo largo del tiempo y siempre, en todos los casos, hay un momento de negociación. Me sorprendió muchísimo ver que todos los libros que hablaban de la materia se encontraban en una sección llamada “Autoayuda y desarrollo personal”, cuando claramente deberían estar cerca de autores como Karl Marx o Adam Smith, grandes exponentes de la ciencia económica. De hecho, me sorprendió que existieran estos manuales cuando lo que verdaderamente hacía falta en estos casos era ser sincero con uno mismo. Estaba perdido de nuevo. ¿De verdad los hombres eran capaces de mentirse también a sí mismos?

“Es necesario para sobrevivir”, me contaron en Nebraska. “A veces tienes que imaginar que estás en un playa del Mediterráneo, en Calabria, por decir algún lugar, y estás relajado bebiendo vino y fumando el mejor puro que has probado nunca”. Supongo que ellos también pasan por momentos difíciles. Soñar, en cierto modo, es mentirse a uno mismo ya que los hombres no pueden revelar todas estas fantasías a cualquier desconocido o automáticamente las destrozarían. Fue entonces cuando distinguí dos universos bien diferenciados, cuando comprendí que la lucha de poder era también una lucha entre dos mundos, el de la realidad y el del pensamiento. Decidí que tenía que encontrar la génesis de esta separación y, por sorprendente que parezca, la hallé rápidamente. Esta rara bifurcación se generaba en la pornografía.

Cuando un niño se hace hombre, acostumbra a guardar una revista con mujeres desnudas o se las apaña para acceder a un ordenador y masturbarse contemplando tetas y culos. El mundo que comienza a habitar en su interior es muy distinto al que le han enseñado sus padres porque se trata de conceptos innegociables; es una regla bien conocida entre los humanos. Cuando llega el momento de tener una pareja, esos pequeños secretos han crecido y se han transformado en gigantes, mundos infinitos que todavía se esconden como el tesoro más valioso de la existencia. No fue difícil relacionar todo esto con algunas  de las mentiras más comunes. “Era más fea que tú”, “debe gustarle comer para tener ese culo” o “no me llamó para nada la atención” eran, simplemente, palabras para mantener con vida esa división.

Todos estos pensamientos que me azotaban la mente encontraron su reflejo en una historia. Está recogida en un libro titulado “El corazón de las tinieblas”, escrito por un tal Joseph Conrad. Un marinero llamado Marlow visita a su tía residente en Bruselas antes de acudir a un trabajo en el Río Congo, y hablan de las posibilidades que podría tener para Europa la explotación de los recursos naturales de África Central. Al final del libro, un Marlow muy distinto vuelve a visitarla después de haber conocido la pesadilla en la que vivía el jefe de una explotación de marfil llamado Kurtz, que había viajado, como él, lleno de ideales pero que posteriormente se había convertido en un tirano. Su tía, que en otra época había deseado a Kurtz, le pregunta compungida cuáles fueron sus últimas palabras. Marlow las recuerda para sí (“el horror, el horror...”) y, advirtiendo el abismo insalvable entre lo que su tía es capaz de soportar y esas palabras, le dice: “Lo último que pronunció fue tu nombre”. Después de mentir, Marlow describe sus pensamientos:
“Me parecía que la casa iba a derrumbarse antes de que yo pudiera escapar, que los cielos caerían sobre mi cabeza. Pero nada ocurrió. Los cielos no se vienen abajo por semejantes tonterías. ¿Se habrían desplomado, me pregunto, si le hubiera rendido a Kurtz la justicia que le debía? ¿No había dicho él que solo quería justicia? Pero me era imposible. No puedo decírselo a ella. Hubiera sido demasiado siniestro...”
Aquella historia me reveló toda la evolución que siguen las mentiras de los hombres. Cuando son niños, mienten, pero de un modo tan obvio que en la mayoría de casos resultan inofensivos, incluso graciosos. Cuando crecen y afrontan lo que llaman “el mundo real”, deben asimilar una nueva voluntad, su sexualidad, sus ambiciones y su ego. Tienen que conocerlas y endurecerse, como si estuvieran cometiendo un crimen, mantenerlas fuera del alcance de la familia por miedo a ser vistos como un ser extraño y también lejos de los amigos, por miedo a verse superados en una especie de competición silenciosa. Es simple y complicado al mismo tiempo: un hombre no puede desmoronarse.

Las mujeres se preguntan por este ego, que parece servirles de guía a lo largo de su existencia. Es difícil aceptarlo desde la distancia porque, aunque a veces no sean capaces de preverlo, suele tratarse de algo peor de lo que ellas piensan, por eso los hombres lo esconden. Es la parte más auténtica de ellos mismos abriéndose paso ante la realidad, cuando se despistan y la dejan salir como a un pájaro liberado de una jaula. Es más, cuando un hombre miente, lo que posteriormente admite como “verdad” es también una mentira; dejar salir al pájaro nunca parece una opción viable. ¿Qué hay detrás, entonces? A mí, como grifo, no me gustaría saberlo.

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