Cuando absolutamente todos
ustedes, queridos lectores míos, andaban celebrando el día mundial del teatro,
yo me quedaba en casa pensando en la cantidad de cosas que podría estar
haciendo y no hago. Tú ya me entiendes. En contadísimas ocasiones se ha quedado
el Conejo Blanco en su madriguera, ustedes lo saben. ¿Por qué, se preguntarán,
se queda en casa en fecha tan señalada y no anda reclutando más jovencitas en
busca de aventuras? Pedofilias aparte, no
prolongaré durante más tiempo su curiosidad la de ustedes; me quedo en la
madriguera como forma de manifestación ante la desfachatez de dividir en
compartimentos estancos cada una de las facetas de nuestra vida.
Basado en hechos reales
Todos sabemos cómo se hace la Historia. No me refiero a aquello de que la escriben los vencedores, ni a la moralina de la superación personal. Hablo del consenso: esos tipejos, acreditados por estudiarse unos a otros, que se sientan para decidir qué ha ocurrido y qué no ha ocurrido en nuestro mundo. La Historia, como casi toda disciplina humanística, se queda en un borrón de conjeturas más o menos apoyadas en pruebas físicas –arqueología– y testimonios anteriores –historiografía–, además de algún que otro aderezo literario con el que pasa a la tradición.
¿Quién no ha oído aquello de que César dijo al morir: "también tú, hijo mío"? ¿Se imaginan? ¿Veintisiete puñaladas, y aún con aliento y lucidez para espolear en griego la culpabilidad de Bruto? Una mera floritura en su biografía escrita por Suetonio que a Shakespeare le hizo gracia, y así se sigue contando.
Las mentiras de los hombres
Los hombres mienten. Lo han hecho a lo largo de toda su historia y lo siguen haciendo hoy día. Se trata de un rasgo tan inherente a ellos que han dejado de formularse la pregunta más lógica, inocente y necesaria; ya no buscan el origen de su conducta. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué siguen mintiendo los hombres? Quizá las personas más capacitadas para hallar la respuesta sean las mujeres, es decir, las compañeras que sufren en gran medida las consecuencias.
A lo largo de los últimos años, he podido hablar de este tema con muchas de ellas y no me ha hecho falta ser muy avispado para percibir todo el desencanto y las frustraciones que acumulan. “Es por el esperma”, me han dicho en ocasiones. “La testosterona se apodera de sus principios”. Otras han sido más tajantes: “Porque son todos unos cobardes”.
¿A quién amó Hilda Lorimer?
No todas las vidas son la de John Pendlebury, eso tengámoslo claro. Ni la mía, ni las de ustedes, ni la del mismísimo Humpty Dumpty. Pero ésta por la que pretendo llevarles de paseo, si es que se prestan, la encuentro fascinante por otro motivo: no parece haber ni pizca de amor en ella. Se trata de Elizabeth Hilda Lockhart Lorimer. Como todas sus elegías empiezan igual, no seré yo quien se salte la norma y les advertiré que no le gustaba nada que la llamaran Elizabeth. Puesto que ignoramos la razón, nos vemos forzados a respetarlo. Así que la llamaremos Hilda y sólo Hilda. Durante toda su larga vida no hubo otro nombre ni otro apellido; sólo Hilda.
¿Pendlebury? Por supuesto
Debo decirle que si a
estas alturas no sabe quién es John Pendlebury usted ha
desperdiciado gran parte de su vida, amigo. Como el árbol que
precisa de un rodrigón para crecer recto, así los humanos,
incorregible especie, necesitamos prohombres que nos ayuden a
enmendar nuestros frecuentes fallos. Y ahí entra en juego nuestro
querido Johnny.
Inglés de nacimiento y
tuerto desde los dos años, Pendlebury recibió una educación
elevada, en parte gracias a la intercesión del humanista Wallis
Budge, que le instó a conocer a los clásicos. Seguramente entonces
naciera su pasión por el mundo antiguo, que le haría pasar a la
historia como una referencia imprescindible del helenismo y la
egiptología, disciplinas en que empezó a destacar pronto.
Las cloacas de Nueva Orleans
Últimos años del siglo XIX y Nueva Orleans olía a mierda. Más allá de lo peligroso que era pasear por sus calles o de los constantes incendios que asolaban la población, el problema más importante al que se tenía que enfrentar todo buen ciudadano era algo tan simple como respirar. Bajo los lujosos mármoles y adornos dorados de las casas públicas, a través de bastas cortinas de humo y el inconfundible aroma del licor de barrelhouse, se alzaba la fétida atmósfera de sus propios residuos; un aire sucio y estomacal proveniente de los sótanos de los salones. Aquello no era muy sano, pero ¿qué se podía esperar de una ciudad situada bajo el nivel del río Mississippi, colindante con los lagos Pontchartain y Borgne y expuesta al golfo de México? Era prácticamente imposible dar salida a tanta agua.
Un café para machos
El café. Teatro de La Abadía.
♥♥♥♥♥
Representación del día 17/III/2013.
Nota previa: El lector macho que define
Cortázar es aquel que participa de forma activa con lo que lee. Co-crea con el
autor. El lector hembra, por el contrario, consume pasivamente la obra, en la
que encuentra el placer de la evasión. Sin pretender entrar en la polémica
sexista de su deslinde terminológico, he de aclarar que Cortázar hace
referencia a la recepción de las obras y no tanto a su emisión. Y no es de
despreciar que los textos que presentan más puntos de indeterminación –palabrota de U. Eco– favorecen la virilidad del receptor. Adaptemos estos términos al emisor y
receptor teatrales y ¡que comience la crítica!
Siéntese. Relájese. Pero no
demasiado. Tómese este delicioso café. Está cultivado en Italia y procesado en
Alemania. Le ayudará a no perder detalle del espectáculo. Lo necesitará. Eso
es. Sin prisa. Ahora disfrute de la función…
…si puede.
El apocalipsis ya no es lo que era...
¡Ñaaaaa! |
Trepad, trepad, malditos
Fernando Miranda "Próspero" en Hamlet se escribe con H |
Verdad y mentira: una historia de amor
“Las mentiras -dicen-
tienen las piernas cortas”. Y es cierto, pero a veces también
ágiles, según lo ejercitadas que estén.
“Pero ¿cómo
ejercitarlas? -preguntaréis interesados y ávidos de directrices-
¿cómo elaborar la mentira perfecta?”. La respuesta no se hará
esperar: dejemos de lado el rancio pudor; distingamos de los hechos
aquello que nos conviene de lo que no; sustituyamos esto último por
una nueva materia que, una vez modelada, nunca será una mentira,
sino la mayor de las verdades; para terminar, como el mercader que
está convencido de su producto, dediquémonos a difundirla, a
distribuirla, a universalizarla.
Obituarios, esquelas y demás bagatelas
Amo las necrológicas de
los periódicos, pueden llegar a ser muy morbosas. Yo las leo
siempre. A decir verdad, es una putada que tengas que comprarte todo
el periódico para poder leerlas. Es como si para tomarte un vaso de
leche te obligasen a comprarte una vaca... En fin, a lo que iba: no
se me puede negar el encanto de esos dichos formulares, de esas
piadosas siglas que piden reposo para el malogrado ni la modesta
enumeración de toda la parentela con los apodos entre paréntesis
para deslumbrar a las amistades. No, no se puede. Tal vez podríamos
echar en falta un anexo con el expediente clínico de cada uno, pero
ya digo, este insensible país prefiere guardar ese espacio para los
deportes.
Concédame este vals
Ocho horas de trabajo, ocho horas
de ocio, ocho horas de sueño. Días laborables, días festivos. Puede elegir la
distribución de sus vacaciones, dentro del marco de la sensatez. Cada día,
cada hora: cada uno de los instantes que contienen debe obedecer al propósito que
les corresponde. Sólo será lícito lo que quede comprendido en el marco acordado,
cuídese de desdibujar sus límites: no descanse durante las horas de trabajo, no
duerma durante las horas de ocio, respete las horas de sueño: un delicado
equilibrio.
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